Las campanas de la muerte no dejan de sonar

Hace unos años tratando de darle uso alguno a mi vida, me apunté para ser voluntaria en un hospicio. El trabajo era simple. Llegar al ala del hospital en Manhattan dedicada a los pacientes en cuidado paliativo e ir de habitación en habitación a ver quien necesitaba compañía. A veces los pacientes estaban a punto de morir, y mi tarea era sentarme con ellos a acompañarlos en sus últimos momentos. O si se sentían bien y estaban conversadores, pasar un rato ameno con ellos haciendo lo que quisieran. Leyendo, viendo tele, buscándoles un periódico, la biblia, etc. 

A través de ese servicio, conocí a un monje Soto Zen Budista e hice un retiro en el que se exploraba el tema de la muerte. Un ejercicio que tuvimos que hacer para contemplar la impermanencia de las cosas fue el siguiente. Los participantes teníamos que escribir en varios papelitos los nombres de nuestras personas más queridas y doblarlos para esconder el nombre. Luego, el monje daría campanadas que no veíamos venir, y con cada una de ellas debíamos tomar un papel, ver el nombre, y sentir lo que se viniera porque cada campanada significaba la muerte. Las campanadas a veces tenían espacio entre sí, y a veces no. A veces era Ding! Ding! Ding! Tres de tus personas más amadas ya no están. 

Yo me entregué al ejercicio y lloré bastante. Y desde entonces, asocio las muertes con companadas. Debo decir que el monje fue tan sutil guiando el ejercicio que la experiencia no se me hizo algo mórbido. Al contrario, era así como bueno, así es la vida, llegó la campanada, y algún día yo también seré una de ellas. 

Aún así, ese ejercicio no me preparó del todo para cuando sonó mi primera campanada en la vida real. La campanada era mi mamá. Y se sintió letal. 

Este domingo pasado la próxima campanada fue mi gatita de muchos años, Bella. Bella Bellina Bellari. Lloré mucho teniendo que despedirme de ella, y también le dije algo curioso a mi hermana: “Siento que no tengo derecho a llorarla porque hay otras cosas peores en el mundo”. Ella me ofreció un consuelo válido. Pero aún así, mi corazón está completamente congelado. Está congelado porque no consigue como procesar el duelo colectivo que estamos sintiendo todos a los que nos duele profundamente la aniquilación de gente en Gaza. La exterminación en vivo y en directo a nuestros teléfonos de los Palestin@s. 

Esta noche vi un video en donde alguien rezaba por el altavoz de una mezquita en Gaza. Rezaba con voz desesperada y resignada por el altavoz para que lo oyese toda la ciudad. Ese era su único método de comunicación porque la ciudad está en penumbra. Sin agua, sin comida, sin internet, sin electricidad. La ciudad está amordazada por bombas y más bombas, más una posible invasión terrenal. Pensé en las campanadas. Y como en Gaza no han dejado de sonar. 

Pensé en cómo el mundo entero las escuchará salir de allí ahora, y siempre.

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